La lectura siempre ha sido mi refugio, y mi pasión me ha llevado a libros que exploran las complejidades del universo financiero. Clásicos como “El Inversor Inteligente”, “Memorias de un Operador de Acciones”, o incluso la genialidad disruptiva de “El Cisne Negro” han sido mis compañeros de viaje. Y claro, en casi toda lectura sobre inversión a largo plazo, emerge un nombre: Warren Buffett. Su legendario 20% de retorno anual promedio, su filosofía de inversión en valor y en empresas que conoce… es inspirador.
Pero algo siempre me resonaba con fuerza: Buffett empezó a invertir a los 11 años. Y yo, siendo hijo de un “casabolsero”, habiéndome convertido yo mismo en padre financiero y “casabolsero”, y con una sed insaciable por aprender tras vivir mil experiencias dentro de esas instituciones… sabía que tenía que llevar esa inspiración más allá de las páginas, a mi propia realidad, a mi familia.
Con mi hija, la aventura comenzó temprano. Recuerdo pensar, ¿una fiesta enorme de cumpleaños, o algo diferente…? Optamos por una celebración bonita pero más pequeña, y el resto lo destinamos a abrir su primer contrato de inversión. Fue casi un juego al principio, una semilla plantada. Hoy, ver que esos recursos le ayudan a pagar su carrera profesional… bueno, digamos que esa “fiesta pequeña” se convirtió en una de las mejores inversiones de mi vida.
Años después, con mi segundo hijo ya en casa, el panorama era distinto. Las colegiaturas, la hipoteca, y en general los gastos crecían. El excedente para abrir otra cuenta se sentía más apretado. Pero, irónicamente, el mundo financiero se había transformado. Las plataformas se digitalizaron, operar era más directo, ¡podías hacerlo desde cualquier lugar! Mis hijos ya nacían en la era del internet, un mundo que yo apenas descubría en mi juventud con módems ruidosos.
Las conversaciones constantes con mi papá sobre los vaivenes del mercado, sumadas al interés natural de mi hijo por la tecnología y esa nueva facilidad para acceder a las inversiones, hicieron la mezcla perfecta. Un día le dije: “Tú también puedes invertir”.
Fue GBM, con su plataforma más accesible y montos iniciales bajos, la que me dio en ese momento la herramienta para que, a sus 11 años, sintiera esa chispa que yo hubiera amado tener a su edad. Dentro de mi propia cuenta, creé una estrategia separada, solo para él. Y así, con $1,000 mexicanos, el viaje comenzó.
Debo confesar mi debilidad por las inversiones de más adrenalina: instrumentos apalancados, derivados… estrategias complejas que he estudiado y aplicado. Me especialicé en teoría de portafolios, en diversificar según perfiles de riesgo, donde factores como la tolerancia a la volatilidad y, crucialmente, LA EDAD, son determinantes.
Con 11 años, su horizonte de tiempo era enorme. Esto me permitió enseñarle tres pilares fundamentales:
- Confianza a Largo Plazo: Las buenas empresas buscan crecer y ganar. Invirtiendo en ellas, a la larga, es más probable obtener beneficios.
- El Poder de la Diversificación: No poner todos los huevos en la misma canasta. Los fondos de inversión o ETF’s son como comprar una canasta ya hecha con muchas acciones con objetivos específicos, como índices de algún país, sectores particulares o que invierten en algunas mercancías.
- El Apalancamiento: A su edad, y con inversiones constantes empezó a usar instrumentos que multiplican los movimientos del mercado (apalancados), para acelerar el crecimiento, siempre entendiendo el riesgo. (Nota: Esto requiere supervisión y hacerlo con conocimiento pleno de los riesgos).
Al principio, él veía su inversión como algo curioso, casi ajeno. Pero la magia empezó a suceder. Era increíblemente gratificante escucharlo cuando me acompañaba a la Casa de Bolsa, hablando con mis compañeros ¡o hasta con mi jefe! sobre QLD o PSQ (que son activos apalancados ligados a los índices tecnológicos). ¡A veces ni ellos sabían exactamente de qué estaba hablando un niño de 11 años!
La verdadera señal llegó después. Verlo guardar sus “domingos” para juntar y comprar una acción más. Escucharlo revisar su portafolio y decirme emocionado: “¡Pa, ya me alcanza para otra! ¿Cómo le hacemos?”. Ese fue el empujón para llevarlo al banco, abrir su propia cuenta de ahorro para niños, vivir el proceso de depositar, y luego, desde su app, transferirme el dinero para invertirlo en su estrategia. Estaba tomando las riendas.
(Es importante aclarar: legalmente, los menores no pueden tener cuentas de inversión a su nombre; todo debe estar bajo la tutela de un adulto. Pero la lección de responsabilidad y manejo del dinero es invaluable).
Hoy, mi hijo está en secundaria. Y verlo llegar de la escuela y, entre sus tareas, dedicar un momento a revisar cómo va su cuenta… me llena de una felicidad indescriptible. Ya vivió su primera “crisis” real con la caída por los aranceles de Trump a principios de 2025. Vio números rojos, su cartera (y los instrumentos apalancados) perdiendo más del 20%. Fue un trago amargo.
Pero la lección más grande, la que superó cualquier libro o teoría, vino después. A pesar de las pérdidas (que eran mínimas frente a lo acumulado), su reacción fue: “Pa, tengo más dinero ahorrado, ¡vamos a aprovechar la caída para comprar más!”.
Wow.
En ese instante, sientes una gratitud profunda. Piensas: “Gracias Dios. No he vivido en vano”. Has plantado una semilla que va más allá del dinero. Es una semilla de criterio, de visión a largo plazo, de no entrar en pánico, de ver oportunidades donde otros ven crisis. Es el inicio de un legado, la tranquilidad de saber que les estás dando herramientas no solo para invertir, sino para navegar la vida con más seguridad y confianza. Y esa, créanme, es la mejor inversión que un padre puede hacer.